En frente de él había una señorita que lo observaba con atención. Tal vez el verlo tratar de ocultar el llanto sin éxito la motivó a preguntarle si tenía algún problema pero no obtuvo respuesta. Ella insistió preguntando cuál era la causa de aquella tristeza y además ofreció ayuda en caso de ser necesaria. Esta vez el joven respondió hablándole acerca de una persona que quería mucho.
Parte de lo que el joven le contó a ella fue lo siguiente:
Un hombre vivía en la casa construida con el fruto del esfuerzo de muchos años de trabajo. Empírico y sincero, este pasaba sus días escuchando la radio y comentando en voz alta las noticias emitidas en la emisora acostumbrada. Salía sin falta al restaurante a medio día y después disfrutaba de una gaseosa en la panadería de la esquina. Por las tardes la radio volvía a ser su compañera además de una taza de leche y Milo y puntualmente asistía a la misa dominical de las once. Siempre quiso ser abogado y de haberlo logrado hubiera sido uno de los mejores ya que tenía un amplio conocimiento además de poseer una cualidad indiscutible para la oratoria. Simpatizante de la ideología liberal, consideraba a Alberto Lleras Camargo como el mejor presidente de la historia colombiana.
No era muy aficionado al fútbol pero se sabía que tenía un gusto por el equipo capitalino de camiseta roja. Diariamente vestía de traje y corbata y si salía de casa llevaba siempre su paraguas. Cuando iba al centro de la ciudad le gustaba recorrer los sitios históricos además de disfrutar de un buen pescado como almuerzo. Contrario a lo que pensaban muchos, el señor tenía un gran sentido del humor expresándose a menudo con palabras que tenían un significado que solo él conocía. Su bondad y solidaridad solo los seres queridos más cercanos la supieron valorar y agradecer. Los demás, simplemente se acogieron a la indiferencia. Por alguna razón, indiferencia o interés, aquel hombre terminó sus días en un hogar para ancianos.
Ella se conmovió con lo que acababa de escuchar y lloró. Ya había pasado más de media hora desde que comenzó la conversación y la lluvia no terminaba. Cuando por fin dejó de llover, él le dio las gracias a la joven por el tiempo que estuvo escuchándolo y ella a su vez agradeció la confianza que él le brindó al contar la causa de la tristeza. Hubo una corta despedida entre ambos y cada uno salió de la cafetería por caminos distintos.
…
Esto que acabo de escribir sucedió en realidad. El joven de la cafetería soy yo, el hombre de la historia, mi abuelo. Y la joven, una joven. En esa cafetería estuve con él muchas veces.
Hoy hace dos años el abandonaba este mundo a sus 84 años. A él le debo gran parte de lo que soy, el estudiar en la Universidad Nacional, el gusto por la medicina (cuando me regaló un libro de la historia médica en la ciudad de Santafé), por la Coca-Cola, por La Candelaria y muchas cosas más.
Aunque compartí mucho tiempo con él, siento que no fue suficiente. No va a tener la oportunidad de asistir a mi grado de la universidad, no va a sentarse a mi lado en el bus cada vez que tenga que ir al centro de la ciudad, ni me va a invitar a tomar una taza de Milo en la cocina. Tampoco podemos tener esas conversaciones que duraban horas y no me va a prestar su paraguas.
Me gustaría verlo a los ojos y contarle que algunas cosas han cambiado en estos dos años: mi actitud hacia el estudio y el trabajo, mi rutina habitual, mi vida amorosa.
Daría todo lo que tengo y lo que no tengo a cambio de poderle dar un abrazo y verlo sonreír, escucharle decir esas frases que me hacían reir, pero desafortunadamente eso no es posible. Solo me queda agradecer a la vida por haberme dado al mejor de los abuelos, al mejor de los amigos.
Viejo, siempre lo voy a querer. Me hace muchísima falta.
A la memoria de Alberto Cristancho Cristancho (05.10.1925 - 09.04.2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario